Antiguo Testamento
Levítico
La tradición judía designa el tercer libro del Pentateuco con el nombre de Wayiqrá (que significa Y llamó), siguiendo la costumbre de nombrar los libros de la Biblia con la palabra que está al comienzo del texto. La versión griega del Antiguo Testamento (LXX), en cambio, le da el nombre de Levítico Este término, sin ser del todo adecuado, indica algo del contenido del libro, ya que este incluye, entre otros aspectos, un conjunto de prescripciones destinadas a reglamentar el culto que el pueblo israelita rendía a Dios. Por lo tanto, el libro de Levítico puede considerarse como una especie de manual destinado a los levitas o miembros de la tribu de Leví, que eran los encargados de celebrar los oficios sagrados en el templo de Jerusalén.
El libro se divide en varias secciones. La primera establece cómo se debían ofrecer las distintas clases de sacrificios. Por medio de la ofrenda que se quemaba sobre el altar, estos sacrificios expresaban simbólicamente el total sometimiento y la adoración debida al Señor, que es el único Creador de todo cuanto existe. Además, según las necesidades de las personas y de toda la comunidad, los sacrificios se ofrecían también en acción de gracias, para entrar en comunión con Dios y para obtener el perdón de los pecados.
La segunda que en parte es narrativa y en parte legislativa, se refiere a la ordenación de los sacerdotes. Allí se relata cómo Moisés cumplió las instrucciones impartidas por el Señor (cf. Ex 29.1-37), dejando así establecido el sacerdocio levítico como una de las instituciones fundamentales del antiguo Israel. También se hace referencia a los ritos de consagración y al simbolismo de las vestiduras sagradas, que expresaban de manera concreta el sentido, el carácter y el papel del sacerdocio en el culto del antiguo pacto.
La tercera parte está consagrada a la distinción entre lo puro y lo impuro, y a las maneras de recuperar el estado de pureza cada vez que se hubiera contraído alguna impureza legal. Esta sección culmina con el solemne ritual de la expiación, en el llamado Día del perdón (heb. Yom Kipur).
A continuación viene la llamada “Ley de santidad”, que constituye, por así decirlo, el corazón de Levítico. Esta sección contiene algunas prescripciones relativas al culto, pero lo que más se destaca son las normas para una forma de vida cimentada en la santidad, en la justicia y en el amor fraterno.
Por último, el libro se cierra con una serie de bendiciones y maldiciones y con un apéndice acerca de las cosas consagradas al Señor.
A primera vista, Levítico puede parecer un libro árido y de escaso interés para el cristiano. Se tiene la impresión de que sus prescripciones no son nada más que la expresión de un ritualismo puramente exterior y ya superado. Sin embargo, debajo de su caparazón un poco duro se encierra un mensaje del más alto valor religioso. Todo el libro, en efecto, está dominado por la idea de la santidad. El Señor, Dios de Israel, es un Dios santo y quiere para sí un pueblo santo (19.2). Por eso, todas las observancias que se prescriben tienen como finalidad fundar sobre la tierra, en medio de las naciones paganas, un pueblo consagrado enteramente a la alabanza y al servicio del verdadero Dios.
Por esa misma razón, el Señor no se limitó a establecer las ceremonias con las que quería ser honrado por su pueblo, sino que también puso de manifiesto lo que significaba llevar una vida santa en el campo individual y social. Y como ese pueblo era pecador, le dio en los sacrificios y en los ritos de purificación un medio para expiar los pecados y eliminar las impurezas.
Sin embargo, no deja de ser verdad que Levítico, en las disposiciones relativas al culto, se refiere sobre todo a los aspectos exteriores y rituales. Por eso, es conveniente leerlo junto con otros textos del AT que insisten en las condiciones indispensables para que los sacrificios y las ceremonias religiosas sean realmente agradables a Dios (cf., por ej., Sal 15; 51; Ec 5.1; Is 1.10-20; 58.1-12; Os 6.6; Am 5.21-24; Miq 6.6-8).
Hay que tener presente, asimismo, que el ceremonial religioso del antiguo Israel, como dice la Carta a los Hebreos, era solamente una sombra de los bienes que habían de venir (Heb 10.1). Por eso, los sacrificios del antiguo pacto adquieren su verdadero sentido cuando se analizan a la luz del único sacrificio redentor, ofrecido por Cristo en la cruz: Cristo ha entrado en el santuario, ya no para ofrecer la sangre de chivos y becerros, sino su propia sangre. Ha entrado una sola vez y para siempre, y ha obtenido para nosotros la salvación eterna (Heb 9.12).