Antiguo Testamento



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Génesis


La tradición judía designa al primer libro de la Biblia con el nombre de Beresit, expresión hebrea que suele traducirse En el comienzo. La Biblia griega (LXX), en cambio, le da el nombre de Génesis (=Gn), término que significa origen o principio. Este último título corresponde, en alguna medida, al contenido del libro, ya que su tema principal es el origen del mundo, del género humano y del pueblo de Israel.

El Génesis se divide en dos grandes partes. La primera (caps. 1–11) es la así llamada “historia primordial” o “primitiva”, que se inicia con un solemne relato de la creación (1.1–2.4a) y luego narra los comienzos de la historia humana en el mundo creado por Dios. La segunda parte (caps. 12–50) está en estrecha relación con la primera (véase 4.17-24 n.), pero en ella ya no se habla de la humanidad en general, sino que la atención se concentra principalmente en una sola familia: la familia de Abraham, de Isaac y de Jacob, elegida por Dios como germen o semilla de un pueblo nuevo. Esta sección, que se refiere a los orígenes más remotos del pueblo de Israel, suele designarse con el nombre de “historia patriarcal”.

Para interpretar de manera adecuada el mensaje del Génesis, es imprescindible ver cómo se relacionan la historia primitiva y la historia patriarcal. Esto requiere tener presente, al menos en líneas generales, el contenido de una y otra sección.

La historia primitiva

Lo primero que enseña el libro del Génesis es que Dios es el único creador de todo cuanto existe. Con el poder de su palabra omnipotente, él creó el cielo y la tierra, hizo que el mundo fuera un lugar habitable y lo pobló de seres vivos. Además, quiso que la especie humana se distinguiera de entre los demás seres vivos por su dignidad particular.

La afirmación de esta dignidad ha sido formulada de una vez para siempre en el primer relato de la creación: El hombre y la mujer fueron creados a imagen de Dios, y en esta especial relación con el Creador se fundamenta la misión que les ha sido confiada, de ejercer responsablemente el dominio sobre el mundo (1.27-28).

Esta afirmación quedaría incompleta sin la enseñanza contenida en los capítulos siguientes. Según Gn 2–3, en efecto, el hombre - Adán - fue formado de la tierra - adamá -, y por eso es débil y efímero. Sin embargo, en el momento mismo de formarlo, al infundirle el aliento vital (2.7), Dios le comunicó el don de la vida en un grado superior al de los animales (cf. 2.19-20). También hizo a la mujer, y se la dio como una ayuda adecuada (2.18) –es decir, como una persona de su misma condición y dignidad, según lo atestigua la gozosa exclamación de 2.23: ¡Esta sí que es de mi propia carne y de mis propios huesos!

Esta primera pareja humana desde el principio fue llamada a vivir en estrecha amistad con Dios. Pero la amistad debe cultivarse de forma constante mediante una libre aceptación. Por eso, Dios dispuso que ellos observaran un precepto (2.16-17), en virtud del cual se afirmaba tanto la soberanía absoluta del Creador como la libertad y responsabilidad humanas.

Pero el hombre y la mujer no aceptaron vivir sometidos a la soberanía divina. Pretendieron ser como Dios (3.5), y a causa de su desobediencia entraron en el mundo el sufrimiento y la muerte. De este modo se les cerró el acceso al árbol de la vida (3.24) y se inició una serie ininterrumpida de pecados, que atrajeron sobre la humanidad el juicio de Dios, representado por el diluvio (6.5–7.24). Pero ni siquiera así se detuvo el avance del pecado, que llegó a su punto culminante en el intento de edificar una torre tan alta como el cielo (11.4).

La historia patriarcal

Sin embargo, Dios no dejó que la confusión y dispersión de los seres humanos (11.9) tuvieran un carácter definitivo. Por eso, la segunda parte del Génesis empieza a relatar lo que hizo Dios para liberar a los hombres de la situación que ellos mismos habían creado a causa del pecado.

En el comienzo de esta nueva etapa de la historia está la palabra del Señor a Abraham. Esa palabra contenía una orden y una promesa: Abraham debía abandonar su país natal, y Dios, a su vez, le prometía una tierra y una descendencia numerosa (12.1-3). Para confirmar su promesa, Dios estableció con Abraham un pacto o alianza, y lo selló con un juramento (15.18; 17.2). Además dejó establecido que su promesa no se refería exclusivamente a la descendencia de Abraham “según la carne”, sino a la humanidad entera, tal como él mismo lo afirma en 12.3: Por medio de ti bendeciré a todas las familias del mundo.

De este modo, el libro del Génesis hace ver con toda claridad que la elección de Abraham no era una decisión arbitraria de Dios, sino que estaba orientada desde el comienzo hacia una finalidad precisa: la realización de un plan de salvación para el mundo entero. El cambio del nombre Abran en Abraham, que significa padre de muchas naciones (17.5), también pone de manifiesto cuál era el objetivo final de aquella elección divina.

Una vez concluido el ciclo de Abraham, el Génesis muestra cómo la promesa de Dios se fue transmitiendo de generación en generación. Sus herederos inmediatos fueron Isaac y Jacob, que también vivieron como inmigrantes en una tierra extranjera, sin otro punto de apoyo que la promesa de Dios.

Este constante desplazamiento de los patriarcas es uno de los aspectos que más se destacan en el Génesis. Abraham tuvo que abandonar su país natal (12.1) y ponerse en camino sin saber cuál sería el final de su viaje (cf. Heb 11.8). Isaac fue pasando de un lugar a otro, a veces obligado por la hostilidad de la población local (Gn 26.19-22). Jacob llevó siempre una vida errante, y los peligros que debió afrontar le dieron una clara conciencia de lo precario de su situación (Gn 34.30). José fue vendido como esclavo y llevado a Egipto, un país extraño donde no se le reconoció ningún derecho; y si gracias a su sabiduría logró alcanzar el cargo más elevado, no por eso dejó de ser un extranjero cuya posición dependía enteramente de la buena voluntad del faraón. Finalmente, también los otros hijos de Jacob vivieron como extranjeros. Hostigados por el hambre, tuvieron que ir a Egipto, donde fueron bien recibidos a causa de su hermano. No obstante esto, siguieron siendo pastores, y los egipcios tenían prohibido convivir con los pastores de ovejas.

Sin embargo, Abraham compró en el país de Canaán una parcela de terreno para enterrar a su esposa Sara (23.16-20). Esta adquisión tiene en el Génesis un claro sentido simbólico, porque era un anticipo del acontecimiento que más tarde llegaría a su plena realización: la toma de posesión, por parte de los israelitas, de la tierra donde Abraham y los patriarcas habían vivido como extranjeros. De este modo, la trayectoria de los patriarcas aparece como una historia orientada hacia el futuro.

También es significativo que el Génesis concluya con la llegada de Jacob y de su familia a Egipto. Así el relato queda abierto para narrar el acontecimiento que quedó ligado para siempre al nombre del Dios de Israel: el éxodo de Egipto.

El siguiente esquema presenta en forma resumida el contenido del Génesis:

16). Por eso él se manifestó a Moisés en el monte de Dios (3.1), le reveló su nombre de Yahvé y le confió la misión de liberar a sus hermanos de la esclavitud (3.15–4.17). Esta sección culmina con la celebración de la primera Pascua y con el canto de acción de gracias que entonaron Moisés y los israelitas después de cruzar el cauce del mar como si fuera tierra seca.

La segunda sección (15.22–18.27) narra algunos episodios relacionados con la marcha de los israelitas a través del desierto. El grupo que había salido de Egipto penetró en la península del Sinaí, y allí tuvo que afrontar la aridez y las inclemencias de esa región semidesértica. El hambre y la sed provocaron murmuraciones y protestas contra Moisés (15.24; 16.2; 17.2) e incluso contra el Señor En estas situaciones críticas, Moisés hizo valer su intercesión ante Dios, y el Señor alimentó a su pueblo con el maná), sació su sed con el agua brotada de la roca y los defendió de sus enemigos externos (Sin embargo, muchos pensaron que el precio de la libertad resultaba demasiado caro. Por eso añoraban las ollas de carne que tenían en Egipto y quisieron volver a su antigua servidumbre.

El destino final de la marcha por el desierto era la Tierra prometida (cf. 3.8). Pero antes de recibir como herencia el país de Canaán, el pueblo fue conducido hasta el monte Sinaí, donde el Señor estableció con él su pacto o alianza. En virtud de este pacto, Israel pasó a ser la propiedad personal del Señor y un pueblo “santo”, es decir, elegido y consagrado a Dios de entre las demás naciones, para el cumplimiento de una misión (19.4-6). Por otra parte, el compromiso asumido en el Sinaí obligaba a Israel a vivir una vida santa, correspondiendo de ese modo a la gracia que el Señor del pacto le había concedido gratuita e inmerecidamente. Por eso, la ceremonia de conclusión del pacto tuvo como uno de sus elementos esenciales la proclamación de la ley, en la que el Señor dio a conocer lo que exigía y esperaba de su pueblo.

La proclamación de la ley comienza con el Decálogo, los Diez Mandamientos, el primero de los cuales prescribe la vinculación exclusiva de Israel con el Dios que lo había liberado de la esclavitud en Egipto y lo había conducido hasta el pacto como sobre las alas de un águila. Además, todo el resto de la legislación, con su evidente preocupación por defender el derecho de los más débiles y desprotegidos (cf. 22.21-27), tenía como finalidad fundamental sentar las bases de una comunidad cimentada en la solidaridad y la justicia y consagrada al culto del verdadero Dios.

Los relatos de Éxodo no aportan elementos suficientes para fijar con absoluta precisión la fecha en que acontecieron los hechos narrados en el libro. Sin embargo, el versículo hace notar expresamente que los descendientes de Jacob emigrados a Egipto fueron forzados a trabajar en la construcción de las ciudades de Pitón y Ramsés. Este dato nos lleva con cierta probabilidad al siglo XIII a.C., cuando el faraón egipcio Ramsés II hizo erigir en el delta oriental del Nilo una nueva capital llamada Casa de Ramsés. En tal circunstancia, los israelitas huyeron y fueron perseguidos, pero el Señor los libró milagrosamente de sus perseguidores. El testimonio más antiguo de esta liberación es el canto de triunfo de, que celebra el acontecimiento no como una victoria de Israel, sino como una acción de Dios.