Antiguo Testamento
Los Libros Históricos: I Libro de Reyes
Los libros de Reyes continúan la historia allí donde la había dejado el Segundo libro de Samuel. Después de una vida llena de peligros y de grandes obras, David llegó al término de sus días, y la cercanía de su muerte planteó en forma dramática el problema de la sucesión al trono. Como los miembros de la corte real se habían dividido en dos grupos antagónicos, el mismo David, a instancias de su esposa Betsabé, eligió como sucesor a Salomón. Así el pueblo de Israel entró en una nueva etapa de su historia, que se extendió hasta la caída de Jerusalén y la deportación a Babilonia. Este periodo, al que suele dársele el nombre de época de los Reyes, abarca unos cuatro siglos.
La primera parte de la obra está dedicada al reinado de Salomón. Varios relatos ponen de relieve la gran sabiduría de este rey, sus enormes riquezas y sus magníficas construcciones. Entre estas últimas recibe especial atención el templo de Jerusalén, que él hizo edificar en el terreno adquirido por David con esa finalidad. De este modo, Salomón llevó a cabo un proyecto que su padre no había podido realizar y erigió un lugar de culto que habría de tener enorme trascendencia en la vida religiosa y cultural de Israel. La significación e importancia de dicho templo se pone de manifiesto, sobre todo, en la plegaria pronunciada por el rey durante la fiesta de la dedicación.
Pero no todo fue gloria y magnificencia en el reino salomónico. Aunque el relato tiende a resaltar la grandeza de Salomón, también deja entrever los aspectos gravemente negativos de su reinado, de entre los cuales se denuncian de modo especial las concesiones a la idolatría y las excesivas cargas impuestas al pueblo. En efecto, para consolidar su poderío, Salomón entabló negociaciones con las naciones vecinas y, de acuerdo con las costumbres de la época, confirmó los tratados políticos y comerciales tomando por esposas a princesas extranjeras. Ahora bien, dado que algunas de ellas siguieron adorando a sus propios dioses, el rey permitió que se levantaran templos paganos en el territorio de Israel. Por otra parte, las construcciones de Salomón exigían pesados tributos y una considerable cantidad de mano de obra. Para muchos israelitas, estos excesos traicionaban los ideales que habían dado su identidad y su razón de ser al pueblo del Señor, y un profundo descontento se extendió por el país, en especial, entre las tribus del norte.
Como consecuencia de ese malestar, resurgieron las viejas rivalidades entre el norte y el sur, y así terminó por quebrarse el intento de unificación hecho por David.
Después de la muerte de Salomón, el reino davídico se dividió en dos estados independientes: Israel al norte y Judá al sur, este último con Jerusalén como capital. El texto bíblico narra en qué circunstancias se produjo la separación, y luego presenta en forma paralela la historia de los dos reinos, que en muy pocas ocasiones lograron superar su tradicional antagonismo. El texto menciona por su nombre a todos los reyes de Israel y de Judá; la sección dedicada a cada reinado comienza y termina con las mismas fórmulas. En el cuerpo de estas secciones se enumeran algunos hechos significativos de cada monarca, pero el autor, por lo general, no muestra demasiado interés en dar un relato detallado de los hechos. Lo que más le preocupa es juzgar la conducta de los reyes de acuerdo con lo establecido por la ley de Moisés, particularmente en lo relacionado con el culto al Señor.
Este juicio es de extrema severidad: treinta y cuatro veces se repite la frase sus hechos fueron malos a los ojos del Señor, y solo se aprueba la conducta de unos pocos reyes de Judá, que siguieron el ejemplo de David. En cuanto a los reyes de Israel, todos cometieron los mismos pecados con que Jeroboam hizo pecar a los israelitas. Esos pecados de Jeroboam, denunciados como un rechazo del Señor y de su templo, fueron el comienzo de la serie de infidelidades que provocaron la ira del Señor y tuvieron como consecuencia la destrucción de Samaria.
Del relato se desprende, además, que la violencia y la inestabilidad política fue una característica casi constante en el reino del Norte. Numerosas dinastías se sucedieron en poco más de dos siglos, y los cambios de gobierno se produjeron muchas veces en forma sangrienta. El reino de Judá, por el contrario, se mantuvo siempre fiel a la dinastía davídica: los veinte reyes que ocuparon el trono fueron descendientes de David. Tan sólo el reinado de Atalía en Jerusalén constituye la excepción, pero se trató de una mujer usurpadora del trono; llegado el momento, el pueblo de Judá devolvió la realeza a un legítimo heredero de David.
En el año 721 a.C., el reino de Israel cayó bajo la dominación asiría y dejó de existir como estado independiente. Su vecino del sur, en cambio, logró sobrevivir a la invasión y prolongó su existencia durante cerca de más de un siglo y medio. A esa etapa se dedica la parte final de estos libros, en la que destaca de modo especial la reforma religiosa del rey Josías, reforma que, por otro lado, no bastó para detener la desintegración moral y política del reino. Por eso, la historia de los reyes tiene un dramático final: la destrucción de Jerusalén y el exilio a Babilonia.
Esta obra no solo se ocupa de los reyes. También los profetas son objeto de particular atención, como lo muestran las extensas secciones dedicadas a Elías y a Eliseo, dos grandes figuras junto a las cuales hay toda una lista de profetas, que comienza con Natán, Ahías de Siló y Semaías, y que pasando por Isaías llega hasta Huldá, la profetisa de Jerusalén, que actuó en tiempos de Josías. Estas narraciones tienen especial interés, porque presentan a los profetas en acción. En los escritos proféticos, por lo general, lo que más destaca es la palabra del Señor, y solo unos pocos textos narrativos relacionan el propio mensaje profético con la persona que lo proclama y con determinados acontecimientos históricos. Aquí, en cambio, se relata cómo actuaron los profetas en momentos decisivos de la historia bíblica. Particularmente significativos son los pasajes que los presentan enfrentándose con los reyes, a fin de reprocharles su mala conducta.
Para componer este vasto panorama de cuatro siglos de historia, el autor utilizó distintas fuentes, y cita algunas de ellas: además de las crónicas de Salomón, hay diecisiete referencias a las crónicas de los reyes de Israel y otras quince a las crónicas de los reyes de Judá. Estos documentos no han llegado hasta nosotros, pero cabe suponer que relataban más extensamente muchos de los hechos que aparecen resumidos en el texto bíblico. También se utilizaron otras fuentes, como archivos del templo y una o varias colecciones de historias proféticas. Es posible, incluso, que las historias de Elías y Eliseo hayan circulado en forma independiente entre los discípulos de estos profetas, antes de ser incorporadas a esta obra.
El texto de 1 y 2 Reyes proporciona una cantidad considerable de datos cronológicos. Sin embargo, a veces es difícil relacionar y armonizar las distintas indicaciones, de manera que no puede establecerse con absoluta certeza la fecha correspondiente al comienzo y fin de cada reinado. De ahí las diferencias de unos cuantos años en las cronologías propuestas por los historiadores modernos.
Los dos libros de Reyes forman en realidad una sola obra. La división tiene un carácter artificial, como lo muestra, entre muchos otros detalles, el lugar donde se produce el corte: el reinado de Ocozías se divide en dos partes, y lo mismo sucede con la historia de Elías. Es probable que hayan sido los traductores griegos quienes, por razones prácticas hicieron esta division en el siglo III a.C.
En la Biblia hebrea, esta obra figura entre los Profetas anteriores (véase la Introducción al libro de Josué). O sea, que no se trata de una mera narración histórica, sino de una reflexión profética sobre una etapa de la historia de la salvación. En esta reflexión se percibe claramente la influencia de Deuteronomio, que contenía promesas de paz y prosperidad para el pueblo de Dios, siempre que este se mantuviera fiel a la ley del Señor .En caso contrario, recaerían sobre él las maldiciones anunciadas a los transgresores del pacto), entre las que se incluía el exilio a un país extranjero.
Ahora bien, la historia de Israel y de Judá, a lo largo de todo este período histórico, fue una cadena ininterrumpida de pecados e infidelidades, y los principales responsables de tal situación fueron los reyes. A ellos les correspondía gobernar al pueblo de Dios con sabiduría, y ponerse a su servicio a fin de conducirlo por el buen camino. Pero, de hecho, hicieron todo lo contrario. Por eso, no es casualidad que Israel y Judá cayeran derrotados y dejaran de existir como naciones independientes. Fue más bien la consecuencia, justa e inevitable, de los pecados que cometieron los reyes y de los que hicieron cometer a sus súbditos.
Esto, sin embargo, no significa que todo estuviera perdido. La promesa del Señor a David siguió en pie a pesar de todo y es probable que el episodio relatado al final del libro sea una nota de esperanza fundada en aquella promesa. Joaquín, el penúltimo de los reyes de Judá, estaba prisionero en el exilio, pero el rey de Babilonia lo sacó de la cárcel y le asignó un puesto de honor en su propia mesa. Este notable cambio de situación, que beneficiaba al descendiente de David, hacía prever un futuro mejor para todo su pueblo.