Pensamiento Teológico



Iglesias del Historico Cristo, Lancaster County, Virginia

Pruebas de la existencia de Dios


Es una sentencia próxima a la fe la que afirma la posibilidad de demostrar la existencia de Dios por medio del principio de causalidad (cfr Pío X, «Juramento antimodernista».

Ya desde la misma época patrística, los teólogos han elaborado una diversidad de argumentos demostrativos de la existencia de Dios. Esto es así porque la proposición «Dios existe», desde el punto de vista del conocimiento humano, es una proposición mediata, que necesita de demostración racional, aunque tal proposición es en sí misma inmediata por hacer referencia al Ser absoluto e incausado.

Como se ve, las argumentaciones demostrativas de la existencia de Dios, desde la dimensión de su conocimiento racional o natural, caen en el área filosófica, y, más concretamente, en aquella parte de la metafísica llamada metafísica teológica o teología natural; ésta tiene como objeto el conocimiento del Ser absoluto, de la Causa incausada de todos los seres existentes o posibles.

Experiencia personal de Dios

Pero no todos los hombres, en concreto, necesitan acudir a una reflexión intelectual para llegar a la convicción de que Dios existe como ser Supremo y diferente al mundo, al que se le debe sumisión y adoración.

Por tratarse de un presupuesto que ilumina la vida entera del hombre y el sentido del mundo, es lógico que la inmensa mayoría no se plantee reflexivamente cómo se puede demostrar la existencia de ese Dios en el que ya creen. Para el hombre es tan natural la convicción de la existencia de Dios como la luz del día o las estrellas de la noche, pues no en vano ha salido el hombre de las manos divinas. Como imagen de Dios, el hombre conserva esa convicción divina no como algo extraño y añadido por la presión de la cultura, sino como algo propio, como el fundamento radical de su ser, como la luz que explica el dinamismo de su vida, y como el amor en el que encuentra su plenitud. Se trata de algo vivido como por instinto; es, además, algo tan sublime y tan íntimo, que resulta difícil explicarlo con propiedad.

A esto hay que añadir la experiencia personal de Dios que han tenido muchos hombres a lo largo de la historia. Ellos mismos han descrito con tal precisión sus experiencias, que no cabe atribuirlas a pura ficción o a invención poética, sino a un verdadero encuentro personal con Dios.

Así, por ejemplo, en su afán de profundizar en la vida interior, Newman se convierte al catolicismo por la oración y el estudio. Claudel se siente conmovido en su espíritu al oír el canto del Magníficat en una tarde de Navidad; y confiesa:

"Qué dichosas son las personas que creen! Pero... si fuera verdad... ¡Es verdad! ¡Dios existe, está ahí! ¡Es alguien, es un ser tan personal como yo! Me ama. Me llama» (Lessort, P.: «Claudel visto por sí mismo», p. 54).

También se dan otras experiencias personales de Dios, que se manifiestan como una acción propia y sobrenatural de Dios en el interior del hombre. En la Sagrada Escritura encontramos, por ejemplo, este tipo de intervención divina en la conversión de San Pablo:

«Oyó una voz que le decía: -Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? El respondió: ¿Quién eres, Señor? Y El: -Yo soy Jesús, a quien tú persigues. Pero levántate, entra en la ciudad y se te dirá lo que debes hacer' (Hech 9, 4-6; cfr 22, 5-8; 26, 10-18; Gál 1, 12-17).

También en la vida de muchos santos se encuentran estas intervenciones divinas, que atestiguan no sólo la existencia de Dios, sino también su amor a los hombres, a quienes llama a Sí. Valga como ejemplo la experiencia de San Agustín:

"Y he aquí que oigo de la casa vecina una voz, no sé si de un niño o de una niña, que decía cantando, y repetía muchas veces: ¡Toma, lee; toma, lee! Y al punto, inmutado el semblante, me puse con toda atención a pensar, si acaso habría alguna manera de juego, en que los niños usasen canturrear algo parecido; y no recordaba haberlo jamás oído en parte alguna. Y reprimido el ímpetu de las lágrimas, me levanté, interpretando que no otra cosa se me mandaba de parte de Dios, sino que abriese el libro y leyese el primer capítulo que encontrase. Porque había oído decir de Antonio, que por la lección evangélica, a la cual llegó casualmente, había sido amonestado, como si se dijese para él lo que se leía: "Ve, vende todo cuanto tienes, dalo a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos; y ven y sígueme" (Mt 19, 31); y con este oráculo, luego se convirtió a Vos. Así que volví a toda prisa al lugar donde estaba sentado Alipio, pues allí había puesto el códice del Apóstol al levantarme de allí; lo arrebaté, lo abrí y leí en silencio el primer capítulo que se me vino a los ojos: 'No en comilonas ni embriagueces; no en fornicaciones y deshonestidades; no en rivalidad y envidia; sino vestíos de nuestro Señor Jesucristo, y no hagáis caso de la carne para satisfacer sus concupiscencias' (Rom 13, 13-14). No quise leer más, ni fue menester; pues apenas leída esta sentencia, como si una luz de seguridad se hubiera difundido en mi corazón. todas las tinieblas de la duda se desvanecieron" (San Agustín, "Confesiones", VIII, 12 [29]).