Reflexiones
Antón El Cabrero
A los catorce años mis conocimientos sobre la fe se reducían a esto: “La fe es la virtud teologal que consiste en creer lo que no se ve, porque lo dice Dios…” Pero aquella noche aprendí esta otra definición: “… Vivir de fe es caminar valientemente a través de las oscuridades de la tierra, con los ojos fijos en las luces del cielo…”
¿Quién me lo enseñó? Antón, el cabrero.
Ya lo dije antes. Era de noche. Parecía que al cielo le pesaran las estrellas… Así eran de grandes. Feria de luces arriba. Abajo, la tierra en sombras y tinieblas.
Íbamos juntos, el terreno era difícil cortados por pequeños barrancos, un poco más allá zigzagueaba el cauce seco del rio… Yo iba con los ojos desorbitadamente abiertos e inútilmente fijos en la tierra en sombras, dando traspiés a cada paso. Mi compañero, sin embargo, avanzaba seguro, como si el camino estuviera alumbrado por el sol del mediodía. Pero lo que más me llamaba la atención en él era que mientras yo derramaba mis ojos en la oscuridad, avanzando a duras penas, él caminaba ligero con sus ojos fijos en el luminoso cielo.
Quise alcanzarlo, pero me incliné para adivinar algún apoyo y evitar un paso en falso. Pero perdí el equilibrio y caí estrepitosamente.
Una risilla como de esquilas juguetonas fue el único consuelo a mi desconcierto.
-Podríamos haber traído un candil, dije molesto…
-Se me olvidó traerlo…!como nunca lo uso…!
-Pues, ¿cómo te las arreglas?
-Me guío por las estrellas…¿Tú entiendes de estrellas…?
Yo me eché a rebuscar en lo aprendido en mis años de estudiante en las clases de Geografía. Allí se hablaba de ellas… De nuevo se oyó la risita del principio.
¿Y de qué te sirven las estrellas metidas en un libro? A las estrellas las hizo Dios para brillar en el Cielo.
Mi padre solía afirmar que Antón era un muchacho con gran inteligencia e ingenio. Y debía de ser verdad porque a mí me hacía enmudecer muchas veces. La verdad es que me daba mucho coraje … Y para evitar la respuesta le pregunté a mi vez:
-¿Dónde aprendiste tú eso de las estrellas?
-Pues en las noches de verano, cuando no se podía dormir del calor que hacía, y no había nada que ver en la tierra porque todo andaba en oscuridad. Yo me acostaba al lado del riachuelo y me ponía venga a mirar al cielo. Y me gustaron las estrellas. Y empecé a ponerlas nombre- y me señalaba con el dedo hacia el cielo- “la Chica” “la Primera” “la Guapa” “la Triste” “la Temblona” “la Contenta” “la Mora” “la Graciosa” “el Caminito” “la Margarita” … hasta que tuve bautizado todo lo que se veía con luz en el cielo.
- Bueno, y luego, qué?
-Pues luego me entretenía colocando las cosas de la tierra debajo de las estrellas del cielo…
-¿Y cómo lo hacías?
- Pues muy sencillo: debajo de “la Chica” está el barranco. Debajo de “la Primera” el seto de espinos. Debajo de “la Guapa” el pozo de Agua. Junto a “la Temblona” el río que hace cruz con el camino. Debajo de “la Triste” empieza la vereda. Y así todo. Yo sabía que a cada palmo de la tierra que pisaba correspondía un palmo del cielo que me cubría.
A mí me empezaba a gustar el lenguaje de Antón, pero no me daba por vencido.
-¿Y cuando está nublado, cómo haces? De nuevo se oyó su risa callada.
- Y a mí que me importan los nublados si me sé el cielo de memoria! Además, las nubes pasan, pero las estrellas se quedan… Y entre nube y nube veo alguna estrella y digo: “Allí está la Simpática” Entonces… allí está la otra, y la otra, y todo así…Y me dan igual los nublados que los claros.
- Y cuando tuviste las cosas de la tierra colocadas debajo de las del cielo, ¿qué hiciste?
-Pues me pasaba las noches dando brincos con los pies en el suelo y los ojos en las estrellas. Así aprendí a andar de noche sin tropezar. Cuando en los fríos se me ponen levantiscas las cabras y se escapan de madrugada con peligro de caerse por el barranco, las encuentro rápido. Antes tardaba la noche entera porque me daba miedo caerme yo mismo… Pero ahora, desde que miro al cielo, sería capaz de dar la vuelta al mundo sin un tropezón. Todo está en saber mirar para arriba y en dejarse guiar por las estrellas.
-Ea pues, vamos, mi dijo, poniendo su mano en la mía.
-Tiró de mí y los dos echamos a correr en la oscuridad, sin un solo resbalón. El, con los ojos en el cielo, como quien ve lo invisible. Yo, con mis ojos en los suyos, donde se reflejaban “la Contenta” “la Mora” “la Temblona” Y me pareció que el cielo estaba pendiente de aquellos ojazos. Que los ángeles nos llevaban en sus palmas para que nuestros pies no tropezaran. “Todo está en mirar para arriba” Y en un momento dado me pareció que, detrás de las cortinas de estrellas, sonreía Dios.
Luego crecí y me fui del pueblo. Y vinieron las circunstancias difíciles de la vida. Los días negros y los senderos en sombras. Quiso Dios que se despertaran en mí aquellas palabras de Antón las cuales habían permanecido muy dentro de mí:
“Yo sabía que a cada palmo de la tierra que pisaba correspondía un palmo de cielo que me cubría… Y a mí que me importan los nublados si me sé todo el cielo de memoria…? Además, las nubes pasan y las estrellas se quedan…Todo consiste en mirar hacia arriba y dejarse guiar por las estrellas…”
Y de la misma manera que aquella noche me hice fuerte y eché a correr a través de las tinieblas, así he seguido haciendo, buscar a Dios siguiendo las estrellas, mirando al cielo.
Antón el Cabrero, donde quiera que estés, que Dios te bendiga por enseñarme a mirar las estrellas.