Padre Tomás Del Valle-Reyes

¿QUIEN SE ACUERDA?



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Padre Tomás Del Valle-Reyes

New York, Septiembre 12, 2014

Me da que las torres no suelen ser objetos de buena suerte. Cuentan las crónicas que, por intentar hacer una torre  que llegara al cielo, se dispersó la humanidad y fueron incapaces de comunicarse en la misma lengua desde entonces.
Hemos visto después cómo las torres han servido para aislarnos. Nos acercaban a las nubes pero nos aislaban de la tierra. Las torres babilónicas, los torreones de guardia, las torres del homenaje… En Nueva York teníamos dos torres. 
Eran gemelas, iguales.
Allí se escondía el poder del dinero, el motor que mueve el mundo, y el poder militar.
El PODER en mayúscula. De repente unos iluminados decidieron acabar con el futuro y volver la vista atrás.
Nos destruyeron las torres.
El precio de tal destrucción fueron vidas, muchas vidas, tantas que nunca sabremos.
Como nunca sabremos ni el quién ni el porqué de tal locura.
Han pasado 13 años.
El polvo se disipó. Los escombros se recogieron.
Los cadáveres y pedazos de vida fueron enterrados.
El olvido empezó a tender su manto. Y como vivimos en la era del internet, del tiempo virtual, del hoy es lo que cuenta, el ayer no existe, nos hemos conformado con mirar hacia un futuro que no sabemos si es real o no.
¿De qué sirve acordarse?
Recuerdo un viejo marine, trabajador de una compañía privada de seguridad, quien afirmaba que los terroristas nos habían cogido con los pantalones bajados.
Cuando las torres recibieron su primer intento de destrucción en la década de los noventa, todas las fuerzas del estado empezaron a hacer proyecciones, cálculos, utilizar computadoras sofisticadas, a leer las conciencias de los ciudadanos entrar en las intimidades.
Se convirtió el estado en el Gran Hermano.

Los terroristas utilizaron algunas armas que no les había costado nada pero que eran más eficaces que todos los arsenales. Empezaron a usar sus cerebros y a tener paciencia.
Un viejo refrán árabe afirma que "hay que sentarse a la puerta de la casa a ver pasar el cadáver del enemigo".
Esa paciencia del marginado, del despreciado porque habla otro idioma, viste y reza distinto, del que tiene unos ideales de futuro y una visión del mundo distinto.
Esa paciencia de los que saben esperar y ver cuándo crece la hierba fue lo que ayudó a que las Torres Gemelas cayeran.
Ha pasado el tiempo.
Ya tenemos un retrato virtual de los autores materiales.
De los autores intelectuales no lo sabemos, y a estas horas de la historia, ni siquiera nos interesa.
Aquellos muyahidines, protegidos bajo la sombra del Capitolio y la Casa Blanca, se han reconvertido en yihadistas sofisticados, que utilizan las redes sociales para sembrar el odio y el miedo.
Que han vivido y crecido en vecindarios de clase media tanto europeos como americanos.
Ya no son nómadas del desierto afgano. Son hijos del odio, del desprecio y del rechazo.
Rezan como musulmanes, pero hablan en inglés londinense.
Los que tumbaron las torres gemelas admiraban a Osama bin Laden.
Estos no sabemos a quién admiran, pero sí sabemos que nos han metido el miedo en el cuerpo, el recelo en el alma, el odio en el corazón.
Se sentaron pero no olvidaron.
Ahora recogen lo que sembraron: odio, sangre y destrucción.
Mientras tanto, nos olvidamos de los que estaban en las Torres, el avión de Pensilvania y el Pentágono.



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