La Diosa Atenea
Atenas toma su nombre de la diosa Atenea, tan feroz en la batalla como amante de
la inteligencia y de la razón. La ciudad identificó su esencia con esos valores
y los defendió armas en mano frente las potencias autocráticas de su tiempo,
como Persia o Esparta.
Pericles decidió sacudir la modorra de sus paisanos y se dispuso a convertir la
Acrópolis en un grandioso reducto cívico sagrado en honor de la diosa que los
había librado de los persas. A su proyecto se debe la configuración de la
Acrópolis tal como hoy la vemos. Que no es, ni mucho menos, el aspecto que tuvo
durante siglos; aquellos mármoles sagrados les vinieron de perlas a quienes
levantaron un gallinero o un corral. En el siglo VI, el Partenón se convirtió en
iglesia cristiana, se destrozó el frontón oriental y se adosó un ábside. Luego,
los otomanos hicieron de la Acrópolis un polvorín, y del Partenón, una mezquita.
Cuando los venecianos atacaron mucho más tarde, los Propileos y el Partenón eran
un polvorín, con tan mala fortuna que las bombas hicieron blanco en ambos
objetivos. Entraron los venecianos, su jefe trató de arrancar algunas
esculturas, las destrozó y al final la plaza volvió a manos turcas. Los viajeros
de los siglos XVIII y XIX veían una Acrópolis pareja a la que muestran las
acuarelas y dibujos de William Pars (1765) o Edward Dodwell (1885): un barrio
desastrado, con chamizos incrustados en esqueletos de mármol, chimeneas
humeantes, establos, suciedad y abandono.
Sólo después de la independencia griega se acometió en serio la restauración.
Desbrozando y cavando, aparecieron esculturas arcaicas destinadas al prepartenón
que se habían enterrado cuando el ataque Persa, y que ahora pueden verse en el
Museo de la Acrópolis. Luego vino la recomposición de las construcciones con los
fragmentos hallados en el suelo. Así, lo que surge de sus cenizas es la
Acrópolis del tiempo de Pericles, un recinto a caballo entre el exvoto religioso
y la campaña publicitaria, al cual se accedía por la Vía Sacra, que enfilaba la
procesión de las Panateneas, al final de la cosecha, con ofrendas para la
patrona y un rico peplo o túnica tejida por manos vírgenes.
La vía atravesaba el ágora, a los pies del escarpe, y penetraba en la Acrópolis
por una puerta monumental, los Propileos, concebida a modo de prólogo del
Partenón y erigida por el arquitecto Mnesicles un año después de terminarse
aquél. Su fachada interior Mnesicles resolvió bien la papeleta de suprimir
visualmente el desnivel del acceso que es una réplica o contrapunto a la del
Partenón.
Es difícil revivir las sensaciones de quienes entraban en el territorio sacro.
Si lo viéramos como fue, tal vez nos parecería un poco kitsch. No todo, pero
muchas partes estaban pintadas con colores vivos sobre los cuales resaltaba la
palidez del mármol; los fondos de los relieves, por ejemplo, o los techos
interiores, teñidos de azul con estrellitas doradas.
Salvada la cuesta y franqueados los Propileos, conviene volver la vista atrás, a
la derecha. Allí, como un mascarón de proa, campea una auténtica joyita, el
templo de Atenea Niké, erigido en memoria de la victoria de Platea y ceñido con
un delicado friso de figuras a modo de corona triunfal.
Entonces, ya sÍ, el Partenón hace que todo gravite a su alrededor, incluidos los
curiosos. Verdaderamente es el onfalos, el ombligo, el broche altivo entre el
cielo y la tierra. Y desde luego, el símbolo, la quintaesencia del mundo griego.
Cualquier
guía puede facilitar un chorro de datos sorprendentes. Ya en el siglo I de
nuestra era, Vitrubio, en sus diez tomos de arquitectura, se ocupó de hacer
hablar a los creadores antiguos, y sabemos por tanto lo que pretendió Ictino,
auxiliado por Calícrates y otros, y dirigidos todos de alguna manera por Fidias,
que personalmente se reservó el trabajo más fino, la creación de la estatua de
Atenea en oro y marfil que habitaría el interior de la cena o santuario.
Mucho más no pudo hacer, porque el templo se levantó en tiempo récord: nueve
años. Una de las cosas que los libros detallan hasta la saciedad es la de las
cifras y sus correspondencias; en efecto, esto, más que un edificio, parece un
rompecabezas. El erudito E. Berger cree haber dado con el módulo, que es el
máximo común denominador de la anchura, longitud y altura del Partenón; con él
se armaría el taimado juego de proporciones. Puede ser cierto: la doctrina de
Pitágoras sobre la mística de los números era un bagaje asimilado; la simetría
de los griegos no era la nuestra, sino un juego de correspondencias, un trenzado
de ritmos que significaba y cumplía la armonía del universo. De todos modos,
creo que el Partenón es como las fugas de Bach, donde la complicada armazón
contrapuntística no es percibida por quien escucha, que sólo goza de un torrente
de belleza clara y fácil.
Las reflexiones que suscita este frágil y sólido despojo son muchas. Nos gusta
especialmente la teoría de H. Stierlin, para el cual la cortina de columnas que
rodea el núcleo central del templo sería reminiscencia del temenos, el bosque
sagrado que primigeniamente rodeaba los santuarios para aislarlos del espacio
profano. Las figuras esculpidas no como ornato, sino como trama esencial son las
que más chismes y controversias han provocado; en concreto, los altorrelieves de
las metopas, el friso que rodea la cena y las estatuas que llenaban los
frontones o tímpanos. Bajo el aparente argumento del combate entre centauros y
lapitas, las 92 metopas seguramente esconden el trasunto de la lucha entre
griegos y persas, entre democracia y autocracia, entre civilización y barbarie.
Lo del friso es más complejo: representa una comitiva con ofrendas, y algunos
han querido ver un homenaje a los héroes de Maratón, por coincidir el número de
figuras con el de muertos en aquella batalla, según Herodoto. Pero los cálculos
no están claros; Stierlin sostiene otra teoría atractiva, y es que el friso
sería una respuesta al que rodea la sala del trono en el palacio de Persépolis,
superándolo en cantidades, pero sobre todo en soltura, en libertad; democracia
contra autocracia, de nuevo.
De las escenas representadas en los frontones, sabemos el tema por una guía de
Grecia que escribió Pausanias en el siglo 11. El frontón oriental estaba
dedicado al nacimiento de Atenea; el occidental, a la pugna entre ella y
Poseidón por apropiarse del Atica.
Estas estatuas de los frontones fueron, obviamente, objeto de las mayores
codicias y destrozos: las del frontón oriental se arrancaron para hacer sitio al
ábside de la iglesia cristiana; las del tímpano occidental fueron muy dañadas
por la explosión de 1687 y objeto de expolio por parte de muchos, lord Elgin
entre otros.
Aquí hay toda una historia. Sugerimos a quien desee ilustrarse que lea el libro
de B.F. Cook Los mármoles del Partenón. En resumen: había bastantes intentando
echar mano a las esculturas; pero, por las buenas relaciones de los otomanos con
Inglaterra, el sultán permitió en 1801 que los agentes de lord Elgin entraran en
la ciudadela, sacaran dibujos y moldes e incluso cogieran alguna piedra con
inscripciones o ídolos. La interpretación de los ingleses fue abusiva: se
llevaron 56 paneles del friso, 15 metopas y varios fragmentos de los frontones.
Al cabo del tiempo, lord Elgin vendió la colección a su gobierno y los mármoles
están ahora en el British Museum. Grecia los reclama con toda la justicia que
existe en la tierra.
Los ingleses defienden su actitud histórica: los mármoles del Partenón se
perdían con gran celeridad. Baste recordar esta anécdota: compraron a un turco
su casa, pensando en excavarla y sacar estatuas; y el turco se reía, con el
dinero ya en el bolsillo, porque las estatuas las había encontrado él,
reduciéndolas a cal y mortero para alzar la casa.
No es verdad que se vea más Acrópolis en el British Museum que en Atenas. El
Museo de la Acrópolis reúne muchas piezas extraordinarias. Como las estatuas
arcaicas que se enterraron cuando el ataque persa, kuros y koré de enigmática
sonrisa que representan la serenidad del hombre ante el destino; como otras
piezas notables, y pienso en el Moscóforo, o en la estela de Atenea pensativa, o
en las cariátides (las originales) del Erecteion.
Estas muchachas que sostienen con sus testas el techo de una suerte de mirador
fueron esclavizadas, ellas y su pueblo de Carias, por colaboracionismo con los
persas. Son lo más llamativo del Erecteion, el gran templo que hace dúo con el
Partenón. Su asimetría, la calidad cuasi pictórica de sus volúmenes en contraste
con la perfección monolítica del Partenón responden a la función de dar cobijo a
varios dioses y ostentan cierto barroquismo que tal vez preludie el arte
helenístico y romano.
No había mucho más en la Acrópolis de Pericles, ni lo hay ahora. Ceñido a ella,
en la falda meridional se construyó el teatro de Dionisos, el más antiguo. Cómo
sonarían allí Los persas de Eurípides, o las tragedias de Esquilo, Sófocles y
tanto trágicos tragados por el olvido y cómo restallarían las risas con las
comedias de Aristófanes y Menandro, capaces aún de ganarse a un público sentado
a dos mil años de distancia. A propósito de asientos: merece la pena fijarse en
la primera fila; son sillones de lujo para ciudadanos destacados. y es que
siempre ha habido clases, incluso en la cuna de la democracia, por una sencilla
razón: tan verdad como que todos los hombres son iguales, principio sagrado, lo
es que ni uno solo es igual a otro, cochina realidad.
Un corredor porticado unía el teatro con el de Herodes Atico, restaurado para
que en él se celebre cada verano el Festival de Atenas.
La falda donde se incrusta este teatro es parte del Areópago, el cogollo de la
antigua Atenas donde san Pablo lanzó su discurso sobre el dios desconocido.
Más allá se extiende el ágora, con ruinas que arropan y ayudan a comprender la
roca sagrada: allí está el Hefesteion (también llamado Teseion), el templo mejor
conservado de la Grecia clásica, coetáneo del Partenón; allí está la Torre de
los Vientos, un reloj hidráulico de época helenística, y allí están también las
estoas, los peristilos y hasta las vespasianas (retretes públicos). Por no
hablar de las iglesias bizantinas y el barrio de Plaka, que se salvó por chiripa
de la piqueta cuando se tomó la decisión de crear un anillo arqueológico en
torno a la Acrópolis. Mejor así. Ese anclaje colorista evita que la peana de los
dioses, cima de la perfección, se harte un día de tanta pifia, y por fin eche a
volar al mundo de las ideas.
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