Deberes de los Diáconos

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Deberes de los Diáconos

1. No hay discusión en el sentido de que algunos, si no todos los miembros del colegio diaconal eran en todas partes administradores de los dineros de la iglesia y de las limosnas recogidas para las viudas y los huérfanos. Encontramos a san Cipriano hablando de Nicostrato como quien defraudó a viudas y huérfanos y también robó a la iglesia (Cyp., Ep. X1ix, a Cornelio). Eso pudo ocurrir con facilidad porque la mayoría de las ofrendas pasaban por sus manos. Las donaciones que la gente traía y no entregaba directamente al obispo se le presentaban a través de ellos (Apost. Const. II, xxvii) y ellos también tenían que distribuír entre las diversas órdenes del clero y en proporciones fijas las oblaciones (eulogias) que quedaban después de la liturgia. No hay duda de que funciones del diácono como estas son las que san Jerónimo llama mensarum et viduarum minister (Hieron.Ep. Ad Evang.). Ellos buscaban afuera a los pobres y a los enfermos, informaban al obispo de sus necesidades y seguían sus instrucciones en todas las cosas. Invitaban a las ancianas y probablemente a otras también, a los ágapes. En cuanto al obispo, ellos debían relevarlo de las funciones más exigentes y menos importantes y así llegaron a ejercitar en cierta medida una jurisdicción en los casos más sencillos que les eran remitidos para su decisión. En forma parecida, ellos buscaban a los culpables y sus agentes. En resumen, como las Constituciones Apostólicas lo declaran (II, x1liv) ellos debían ser "oídos y ojos y boca y corazón", o, como se dice en todas partes, "su alma y sus sentidos." (psyche kai aisthesis) (Apost., Const., III, xix).

2. De Nuevo, tal como las Constituciones Apostólicas lo explican en algún detalle, los diáconos eran los guardianes del orden en el templo. Ellos observaban que los creyentes ocuparan sus lugares y que nadie conversara en voz baja o durmiera. Debían dar la bienvenida a los pobres y a los ancianos y se preocupaban de que tuvieran un buen puesto en el templo. Se paraban en la puerta del baño reservado para los hombres para asegurarse de que durante la liturgia nadie entrara o saliera y, como dice san Juan Crisóstomo en términos generales: "si alguien se comporta mal, al diácono debe llamársele la atención" (Hom. Xxiv, in Act. Apost.). fuera de esto, ellos estaban ocupados principalmente en el ministerio directo del altar, alistando los vasos sagrados, trayendo el agua para las abluciones, etc. Aunque en tiempos posteriores, muchos de estos deberes fueron asignados a clérigos de un grado inferior. Más especialmente, ellos eran visibles por su administración y dirección de la congregación durante el servicio. Hasta hoy, como se recordará, anuncios tales como Ite, missa est, Flectamus genua, Procedamus in pace, son hechos siempre por el diácono; aunque esta función fue más acentuada en los primeros tiempos. El siguiente texto, tomado del recientemente descubierto "Testamento de Nuestro Señor", un documento de finales del siglo cuarto, se puede citar como un ejemplo interesante de una proclamación tal como era hecha por el diácono justo antes de la anáfora:

Pongámonos de pie; que cada uno sepa su puesto. Dejemos salir a los catecúmenos. Que no se queden los sucios ni los descuidados. Levanten los ojos de sus corazones. Los ángeles nos miran. Vean, dejemos que se vayan los sin fe. Que no haya adúlteros ni hombres furiosos aquí. Si alguno es esclavo del pecado, dejémoslo ir. Veamos, supliquemos como hijos de la luz. Supliquemos a nuestro Señor y Dios y Salvador, Jesucristo.

3. El deber especial del diácono de leer el Evangelio parece haber sido reconocido desde un principio, pero no parece haber sido tan distintivo como ha llegado a serlo en la Iglesia Occidental. Sozomen dice que en la iglesia de Alejandría el Evangelio sólo podía ser leído por el archidiácono, pero que en los otros lugares, los diáconos ordinarios desempeñaban ese oficio, después devuelto sólo a los sacerdotes. Puede ser esta relación con el Evangelio lo que condujo a las Constituciones Apostólicas (VIII, iv) a establecer que los diáconos debían sostener el libro de los Evangelios abierto sobre la cabeza del obispo electo durante la ceremonia de su consagración. Con la lectura del Evangelio debe probablemente también relacionarse la ocasional aunque rara, aparición del diácono en el oficio de predicador. El segundo concilio de Vaison (529) declaró que un sacerdote podría predicar en su propia parroquia, pero cuando estuviera enfermo, un diácono debería leer una homilía de uno de los Padres de la Iglesia e insistiendo en que los diáconos, si podían leer el Evangelio, necesariamente podrían leer un trabajo de un autor humano. Siempre fue rara la predicación de un diácono, a pesar del precedente del diácono Felipe y el obispo arriano de Antioquia, Leoncio, fue censurado por permitir predicar a su diácono Aetius. (Philostorgias, III, xvii). Por otra parte, dicen todas las autoridades de la época que el gran predicador de la Iglesia Siria Oriental, Efrén Siro, era apenas un diácono, aunque una frase de sus propios escritos (Opp. Syr., III, 467, d) deja en duda el hecho. Pero la frase atribuída a Hilario Diácono, nunc neque diaconi in popolo praedicant (ni los diáconos predican ahora a la gente), representa indudablemente la regla ordinaria en el siglo cuarto y después.

4. En cuanto a la gran acción de la liturgia, parece claro que el diácono tuvo siempre, en Oriente y Occidente, una relación muy especial con los vasos sagrados, la hostia y el cáliz, antes y después de la consagración. El concilio de Laodicea (can. Xxi) prohibió a las órdenes inferiores del clero el entrar al diaconium o tocar los vasos sagrados y un canon del primer concilio de Toledo estipula que los diáconos que han sido sometidos a penitencias públicas deben permanecer en el futuro con los subdiáconos y entonces ser separados del manejo de estos vasos. Por otra parte, aunque los subdiáconos asumieron después sus funciones, originalmente eran sólo los diáconos quienes:

* Presentaban las ofrendas de los creyentes en el altar y especialmente el pan y el vino para el sacrificio,

* Proclamaban los nombres de quienes habían contribuido (Jerónimo, Com. In Ezech., xviii)

* Llevaban a la reserva en la sacristía lo que había sobrado y estaba consagrado y,

* Entregaban el cáliz y, a veces, la sagrada hostia, a quienes comulgaban.

Apareció la pregunta de si los diáconos podrían dar la comunión a los sacerdotes pero la práctica fue prohibida por impropia en el primer concilio de Nicea (Hefele-LeClerq. I 610-614). En estas funciones, que se pueden remontar al tiempo de Justino mártir (Apol., lxv, lxvii; cf. Tertuliano, De Spectac., xxv., y Cipiano, De Lapsis, xxv), se insistía con frecuencia , a pesar de algunas restricciones, en que el oficio del diácono está enteramente subordinado al del celebrante, sea obispo o sacerdote (Apost. Const., VIII, xxviii, xlvi; y Hefele-LeClerq, I, 291 y 12). Aunque algunos diáconos parecen haber usurpado localmente el poder de ofrecer el Santo Sacrificio (offerre) este abuso fue severamente sancionado en el concilio de Arles (314) y no hay nada que apoye la idea de que el diácono en forma apropiada pudiera consagrar el cáliz, como hasta Onslow (in Dict. Christ., Ant., I, 530) lo permite ampliamente, aunque una frase muy retórica de san Ambrosio (De Ofic.., Min., 1, xli) haya sugerido lo contrario. El cuidado del cáliz ha permanecido como una atribución especial del diácono, hasta los tiempos modernos. Todavía hoy en la misa, las rúbricas establecen que cuando el cáliz es ofrecido, el diácono debe soportar el pie del cáliz o el brazo del sacerdote y repetir con él las palabras: Offerimus tibi, Domine, calicem salutris, etc. Como lo muestra un estudio cuidadoso del primer "Ordo romanus" el archidiácono dela misa papal parece presidir con el cáliz, y es él y sus compañeros diáconos quienes, después de que la gente ha comulgado bajo la forma de pan, les presenta a ellos el calicem ministerialem con la Preciosa Sangre.

5. Los diáconos también estuvieron íntimamente asociados a la administración del sacramento del Bautismo. Realmente, a ellos sólo se les permitía bautizar en caso de grave necesidad (Apost. Const., VII, xlvi niega expresamente cualquier deducción obtenida del bautizo del eunuco por Felipe), pero pregunta por los candidatos, su instrucción y preparación, la custodia del crisma, que los diáconos fueron a buscar cuando fueron consagrados, y ocasionalmente la administración real del sacramento como los delegados del obispo, parecen haber formado parte de sus funciones reconocidas. Entonces san Jerónimo escribe: "sine chrismate et episcopi jussione neque prebyteri neque diaconi jus habiant baptizandi." (Sin crisma y la orden del obispo, ni presbíteros ni diáconos tienen el derecho de bautizar. -"Dial. C. Luciferum", iv) Su posición en el sistema penitencial fue análoga. Como una regla, su acción era sólo intermediaria y preparativa y es interesante notar lo prominente de la parte desempeñada por el archidiácono como intercesor en la forma para la reconciliación de penitentes el Jueves Santo todavía impresa en el Pontifical Es interesante notar como una curiosidad la supervivencia de una antigua tradición de que el diácono en una de las misas de Cuaresma en la Edad Media se quitaba su casulla, y la arrollaba sobre su hombro izquierdo para dejar libre su mano derecha. Hoy todavía se quita su casulla durante la parte central de la misa y la reemplaza con una estola ancha. En el Oriente, el concilio de Laodicea, en el siglo cuarto, prohibió a los subdiáconos el uso de la estola (orarion) y un pasaje de san Juan Crisóstomo (Hom. In Fil. Prod.) se refiere al movimiento de las livianas vestiduras sobre el hombro izquierdo de aquellos que ayudan en el altar, describiendo evidentemente las estolas de los diáconos. El diácono todavía usa su estola sobre el hombro izquierdo aunque, excepto en el rito ambrosiano en Milán, debajo de su dalmática. La dalmática misma, ahora considerada como un distintivo del diácono, estaba limitada originalmente a los diáconos de Roma, y el uso de tales vestiduras fuera de Roma era permitido como un privilegio especial por los primeros papas. Tal concesión fue hecha aparentemente por ejemplo, por el papa Esteban II (752-757) al Abad Fulrad de san Denis permitiendo que seis diáconos usaran la stola dalmaticae decoris (sic) cuando desempeñaran sus funciones sagradas (Braun, die liturgische Gewandung, p. 251). De acuerdo al "Liber Pontificalis" del papa san Silvestre (314-335) constituit ut diaconi dalmaticis in ecclesia uterentur (ordenaba que los diáconos deberían usar dalmática en la iglesia), pero esta afirmación es muy poco confiable. Por otra parte, es prácticamente seguro que las dalmáticas eran usadas en Roma tanto por el papa como por sus diáconos en la última mitad del siglo cuarto (Braun, op. cit., p249). En cuanto a la manera de vestirla, después del siglo décimo sólo en Milán y el sur de Italia los diáconos llevaban la estola sobre la dalmática, pero con anterioridad, eso había sido costumbre en muchas parte en Occidente.

En cuanto al número de los diáconos, había mucha variación. En las ciudades más importantes había siete normalmente, siguiendo el ejemplo de la Iglesia de Jerusalén en Hech, 6, 1-6. En Roma había siete en tiempos del papa Cornelio y esta siguió siendo la regla hasta el siglo once, cuando el número de diáconos se aumentó de siete a catorce. Esto estaba de acuerdo con el canon xv del concilio de Neo-Cesarea incorporado en el "Corpus Juris". El "Testamento de Nuestro Señor" habla de doce sacerdotes, siete diáconos, cuatro subdiáconos y tres viudas con precedencia. Sin embargo, esta regla no se mantuvo constante. En Alejandría, por ejemplo, en épocas tan tempranas como el siglo cuarto, aparentemente debieron ser más de siete diáconos, porque se nos dice que nueve estuvieron contra Arrio. Otras regulaciones parecen sugerir tres como un número corriente. En la edad Media casi cada lugar tenía sus propias costumbres sobre el número de diáconos y subdiáconos que podían asistir a una misa pontifical. El número de siete diáconos y siete subdiáconos no era raro en muchas diócesis en días de gran solemnidad. Pero la gran diferencia entre el diaconado en las primeras épocas y el tiempo presente descansa probablemente en eso, que en los tiempos primitivos el diaconado fue considerado generalmente, de pronto en consideración al conocimiento de música que exigía, como un estado que era permanente y final. Un hombre permanecía como simple diácono toda su vida, Hoy en día, excepto en los casos más raros, (los cardenales diáconos algunas veces continúan permanentemente como meros diáconos), el diaconado es simplemente una etapa en ekl camino al sacerdocio. (Nota: el diaconado permanente fue restaurado en el Rito Latino después del Segundo Concilio Vaticano).