DESDE LA ORILLA DEL LAGO
Padre Tomás Del Valle-Reyes
26 de Junio, 2008
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El jueves 26 de junio tuve la sensación, por primera vez en mucho tiempo, de cuán débil es el ser humano. Hemos sido capaces de llegar a la Luna, de enviar sondas a Marte, de comunicarnos en fracciones de segundos con cualquier persona en cualquier parte del mundo.
Las destrucciones que hemos sido capaces de llevar a cabo no tienen límite. Sin embargo, una simple tormenta, un simple acto de la naturaleza, lo que las compañías de seguros llaman “actos de Dios” es capaz de ponernos patas arriba la vida. Estábamos todo ilusionados los peregrinos que nos disponíamos a iniciar nuestro peregrinar a Tierra Santa cuando nos comunican los empleados de la línea aérea que nuestro vuelo sufre un retraso de tan sólo 7 horas. Una serie de tormentas eléctricas y lluvias de verano han impedido el despegue regular de vuelos, causando la cancelación de más de setenta tan solo en una línea aérea. No cabe otra cosa que reflexionar sobre la grandeza de la naturaleza, que no es otra cosa que llevar nuestra reflexión hacia la grandeza de nuestro buen Dios que nos ama.
Pero a pesar de los retrasos, con la misma ilusión del primer momento, si cabe mayor, emprendimos vuelo el viernes 27 de junio, al amanecer de Dios, rumbo a la Tierra Santa, rumbo a transitar los caminos de la fe cristiana. Y en los momentos en que estoy escribiéndoles, puedo contarles muchas cosas. Primero de nada el dar gracias a Dios que nos ha traído sanos y salvos. Que vemos cómo nos protege cada día que transcurre. Al contemplar las distancias recorridas, los mundos y los contactos realizados, no queda otra que sentirse humildes y reconocer las grandezas de su bondad. El sábado, aún con los ojos pegados y las maletas sin abrir, nos montamos en un bus y empezamos a recorrer los caminos de la fe y de la esperanza.
El mítico y terrible rey Herodes, para complacer a los romanos, construyó un puerto en el Mediterráneo. Quería agradar al emperador, y sobre todo, tener contentos a los gobernadores de la rebelde y mal agradecida Judea, esa tierra y ese pueblo levantisco y violento. El era idumeo y siempre había algo que se guardaba contra los judíos. Hermoso puerto y hermosa ciudad manda a construir. La dará el nombre de CESAREA DEL MAR en honor del César. Los gobernadores delegados de Roma, establecieron su residencia allí. El anfiteatro, el estadio para las carreras, los palacios dan muestra de lo grande que fue este pequeño puerto. Nos trae el recuerdo de Pablo, quien permaneciera prisionero en esta ciudad cuando, ejerciendo sus derechos de ciudadanía, apela a ser juzgado por el César. Bastantes meses pasó entre rejas en esta ciudad. Y aquí creció también una fuerte comunidad cristiana, la cual fue dirigida y pastoreada por Eusebio de Cesárea, obispo al igual que escritor reconocido. Aquí convocó el Sínodo que establecerá la fecha de la celebración de la fiesta de la Pascua, al igual que nos dejaría por escrito la que se considera la primera narración de la Historia de la Iglesia.
Nuestro caminar nos llevó como parada siguiente al Monte Carmelo, el lugar que la tradición nos coloca la vida del profeta Elías. Junto a su cueva Simón Stock se uniría a una serie de creyentes que, bajo la protección de María, darían comienzo a la propagación del amor de María hacia nosotros. Con el símbolo de María sobre sus espaldas, el escapulario, quisieron que, desde este Monte, María fuera la Madre del Monte Carmelo, la Estrella del Mar, que nos va guiando hacia Dios. Desde aquí nos ilumina y nos guía. Prendimos una velita, símbolo de la luz y de Dios, en la cueva de Elías para que su luz nos lleve a María, la cual como Estrella de la Mañana, Estrella del Mar, nos marque el camino hacia Dios.
Y siguiendo nuestro caminar llegamos al hogar de María, al taller de la carpintería, lugares que aún recuerdan la presencia alegre y sonriente de la Sagrada Familia. Y fue en el lugar llamado Taller de San José, lugar que guarda el recuerdo de lo que fuera el hogar de la Sagrada Familia, donde celebramos la Eucaristía por primera vez en nuestro caminar por la Tierra Santa. Nazareth fue el lugar de la infancia de Jesús, pero Caná nos trae otro recuerdo. El recuerdo de la humanidad de Jesús, quien se hace presente en el nacimiento de una comunidad de amor, en el nacimiento de una familia, en una boda. Y lo hace con alegría, con fiesta, con buen vino para andar el camino. Y aunque no sabemos el motivo de la escasez del vino, sí conocemos el dato que María, quien aparentemente andaba entre los pucheros, las sartenes y los entresijos de la cocina, se da cuenta de la falta del vino, y no quiere que se vean en ridículo aquella buena familia que les habían invitado a celebrar. Y, pues, se acerca a Jesús y en un diálogo maternal, le pide a Jesús que eso, que no tienen vino, y que no pueden hacer el ridículo. Y Jesús quiere pasar de su madre, de ignorarla, desea seguir disfrutando con sus amigos. Pero como siempre decimos, una madre es una madre y consigue lo que quiere de sus hijos Y Jesús no fue una excepción. Y María logra el milagro de que el vino no falte en la mesa de los invitados.
Al visitar el templo que nos recuerda el milagro, se siente una atmósfera especial. Es el recuerdo de la insistencia de María. Es el recuerdo de Jesús que complace a su madre. Es el recuerdo de que la vida es una gran fiesta donde todos compartimos.
Tomada nuestra copita de vino, llegamos al hotel para descansar y reflexionar sobre tantas maravillas como el Señor ha sido bueno con nosotros Tiberíades nos acoge para descansar junto al lago, donde contemplamos el amanecer de Dios y donde navegaremos en las mismas aguas, con los mismos vientos, en parecidas circunstancias de cómo lo hicieran Jesús y sus amigos.